Las motos y el ruido que nadie quiere escuchar
Por Pepe Levy
Durante las últimas semanas —y no es la primera vez que lo digo— vuelvo a ver una situación que ya preocupa a buena parte de nuestra comunidad: el manejo irresponsable de algunas motos en Montecarlo. No son todas, por supuesto. No es “la juventud”, ni “las motos”, ni “las noches de verano”. Son determinados grupos de chicos que salen a hacer explosiones, wheelies, cortes de motor y ruidos que se escuchan a cuadras. Y que, lo más grave, ponen en riesgo su vida y la de los demás.
Lo vuelvo a mencionar porque el viernes a la noche, otra vez, los vi: tres o cuatro chicos acelerando, apagando y encendiendo el motor, zigzagueando, pasando semáforos en rojo. Y uno se pregunta —de verdad— qué pasa por la cabeza en ese momento. ¿Cuál es el objetivo? ¿Molestar por molestar? ¿Creerse más vivos porque hacen ruido? ¿O simplemente nadie les explicó que una moto no es un juguete, ni un amplificador de estruendo, ni una herramienta para llamar la atención?
El problema no es solo el riesgo: es el ruido. El ruido constante, persistente, molesto. Y lo digo porque todos los que vivimos en la zona pococéntrica lo escuchamos cada noche. Las motos no vienen con escapes libres, eso se los ponen después. Y uno se pregunta por qué: ¿es realmente necesario para que el motor rinda más? ¿O es simplemente una decisión de alguien que no piensa en el otro, en el vecino, en el bebé que intenta dormir, en la persona mayor, en un autista, en los animales que se desesperan con esos estruendos? El ruido, hoy, es un problema de salud mental comunitaria.
No podemos naturalizarlo, porque naturalizarlo es resignarnos.
Y también está el otro punto: la responsabilidad. La de los inspectores, la del municipio, la de la policía. Ya se han hecho operativos conjuntos, y seguramente se siguen haciendo, pero la situación volvió a empeorar. No puede ser que cada fin de semana la ciudad quede a merced de cuatro o cinco chicos que creen que la avenida es una pista de pruebas. Alguien tiene que identificarlos, hablar con ellos, contenerlos, multarlos si corresponde. Pero sobre todo, poner un límite claro. Porque si no, ellos mismos se matan de risa. Y seguimos igual.
No se trata de demonizarlos. Son chicos. Chicos que, tal vez, están buscando pertenencia, adrenalina, un poco de rebeldía. Pero la libertad de uno termina cuando empieza la tranquilidad del otro. Y cuando esa búsqueda se convierte en peligro —y en molestia para toda una comunidad—, ahí es donde debe aparecer el Estado.
Yo no digo que haya que andar secuestrando motos porque sí. Pero sí creo que el municipio y la policía deben actuar con firmeza, con horarios específicos, con controles serios de decibeles, con presencia. Porque Montecarlo es una ciudad tranquila, y esa tranquilidad también es un derecho.
Lo que no podemos hacer es mirar para otro lado.
No podemos esperar a que ocurra una desgracia.
No podemos seguir normalizando algo que causa daño, estrés y cansancio a todos los que queremos simplemente descansar después de un día de trabajo.
Los ruidos molestos son un problema real, y los accidentes también. No exageremos: con poner reglas claras y hacerlas cumplir alcanza. Pero hacerlo es urgente.
Porque detrás del motor acelerado hay algo más profundo: la convivencia. Y esa, si la dejamos romperse, después cuesta muchísimo volver a arreglarla.
Audiodinámica | Crítica Profesional
Radio El Pueblo | 33 años comunicando





